Hasta el nombre del juego lo señalaba, lo apuntaba, lo amenazaba, le hacía recordar lo que era.
Jugaba, sin ton ni son, viendo cómo las manecillas rodaban suaves, pasaban lentas, pausadas por encima de los números, viendo cómo el sol empezaba a calentar, llegaba a quemar y volvía a enfriarse, escondiéndose. Jugaba y eran más las veces que perdía que las que ganaba y, cuando esto ocurría, a penas se alegraba. Su triunfo no le sonaba a victoria, no sabía a gloria ni a felicidad. Ganar no era una oportunidad que le daba el destino, era apenas las migajas que los felices habían dejado atrás, olvidándolas, sin ni siquiera mirarlas. Sus cartas iban perdiendo el color al mismo ritmo que también sus ojos perdían el brillo, al mismo tiempo que su piel caía y su cuerpo, junto con su alma, empezaban a dejarse llevar donde alguien que ni siquiera existía los llevara: a ninguna parte.
Y las horas, los días, las semanas y los meses pasaban. Y aunque albergaba alguna esperanza oyendo las canciones de amor que sonaban, en el fondo, en ese oscuro fondo donde nadie había llegado jamás, estaba la verdad, su verdad, la que te tocaba vivir: el amor sería, para él, sólo cuatro letras que un día un loco había juntado por capricho, por azar, por rebeldía, por empeño, casi por aburrimiento.
Aquel oscuro hombre que desafiaba el tiempo y que miraba a los demás viendo en ellos su sueño hecho realidad, aunque no le perteneciera; que bebía buscando y olvidando no sabía el qué, aquel, que se empeñaba en permanecer sentado en el fondo del bar, jugando a su juego de cartas favorito, sabía cómo le veían los demás.
Hasta el nombre del juego le hacía recordar lo que era y sus desgastadas cartas le gritaban, intentando así impedirle soñar, volar y vivir; y aunque las cosas que imaginaba eran sólo eso, imaginaciones, el hombre solitario seguía queriendo creer que, algún día, dejaría de serlo...